En la entrevista que Juan Cruz le hacía a Miguel Delibes hace unas semanas en estas páginas, aquél le recordaba unas palabras escritas por éste acerca de su mujer, Ángeles, muerta hace ya muchos años: “Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir. ¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?” Y Delibes contestaba: “Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: Exactamente eso era ella”. Yo vi de niño alguna vez a la mujer de Delibes, Ángeles, y aunque sólo guardo un recuerdo leve y difuminado de ella, esas palabras de mi padre, asumidas luego por el viudo aún joven, suenan plausibles en mi brumosa memoria. Una mujer sonriente, atractiva, pausada, con un aspecto juvenil. Una imagen sumamente agradable y, en efecto, dotada de ligereza en el mejor sentido del término.
He conocido a unas cuantas personas así a lo largo de mi vida. No muchas, claro. Si abundaran, el mundo sería bastante más grato de lo que suele serlo. Entre ellas, quizá más mujeres que hombres. O sin duda. Según contaba Vicente Aleixandre, su amigo García Lorca era así: alguien que, nada más aparecer en cualquier sitio, lo animaba e iluminaba con su simpatía y sus bromas afectuosas; que se interesaba por el que estaba mohíno y acababa arrancándole una sonrisa o haciéndole ver su panorama, durante un rato, menos negro de lo que lo tenía. De manera muy distinta, supongo, es así Fernando Savater, quien en más de una ocasión ha hablado de la “obligación de la alegría”, incluso en momentos de su vida en los que, visto desde fuera, parecía imposibilitado para cumplir con ella. Pero la mayoría de las personas con capacidad para aligerar cualquier pesadumbre que se han cruzado en mi camino no eran famosas, en modo alguno. No salían en la prensa ni en las televisiones, quizá porque carecían de ambición y no tenían el colmillo ni mínimamente retorcido, y en este país casi siempre hace falta retorcérselo un poco de vez en cuando, sólo sea para defenderse, o va uno listo. Tampoco poseían esa alegría empalagosa, postiza, a menudo estomagante, que derrochan los presentadores y presentadoras de televisión (¿han observado que éstas hablan sonriendo permanentemente –como si tuvieran un cepillo entre los dientes–, algo en verdad difícil de hacer a menos que se aprenda la técnica y se esté fingiendo?) o algunos actores y cantantes. Y, sobre todo, tenían ciertas dosis de ingenuidad verdadera, algo hoy tan mal visto o poco apreciado. Lo que luce más es estar de vuelta de todo, mostrarse incrédulo, pensar mal de los demás y por supuesto practicar la maledicencia.
Y sin embargo hay personas –en España es una proeza encontrarlas– que con su sola presencia obran un efecto benéfico en quienes las rodean. Si he conocido a más mujeres así tal vez sea por lo que dijo una vez la gran cuentista Isak Dinesen y yo he citado en más ocasiones: “Nosotras, las mujeres, no somos lo bastante inteligentes para ser escépticas. Así que vivimos, y más intensamente que los hombres, creo yo; tenemos una especie de sentimiento de triunfo simplemente porque existimos”. (Hay que señalar que Dinesen era una gran ironista, y uno de los escritores –incluyo a varones– más inteligentes que jamás haya habido.) Sí, yo he conocido y conozco a mujeres contentas de su mera existencia, de risa generosa y fácil, lo cual no quiere decir de risa tonta; dispuestas a ver el lado gracioso de las cosas en casi toda oportunidad; y que, por así decir, cuando eso les resultaba imposible por las circunstancias objetivamente dramáticas o tristes –la muerte de alguien querido, por ejemplo–, al cabo de no demasiado tiempo lograban de nuevo no estar a malas con la vida, casi como si se aburrieran del pesar o éste no cupiera en sus existencias más que como periodo de luto o intervalo forzoso. Esas personas jamás alimentan sus desdichas ni se hacen las víctimas, todo lo contrario, jamás procuran dar pena, eso no las atrae, a diferencia de la mayoría, que con excesiva frecuencia saca algún provecho de sus desgracias o sinsabores. Se podría decir que su hábitat natural es la comedia. No la obra cómica, sino la comedia, ese género tan admirable como poco prestigioso, que eleva el ánimo serenamente, sin causticidad ni mala leche; luego tan escaso en la vida real. Casi todas las personas así que he conocido han sido, por otra parte, extremadamente inteligentes, aunque sin pretensiones: lo eran de forma natural y no necesitaban exhibirlo, ni recalcarlo, ni recibir aplausos por ello. Tampoco eran afanosas ni ansiosas, sino bastante contentadizas. Y desde luego carecían de resentimiento. Con personas así, o que participaban de algunos de sus rasgos, he mantenido las más interesantes y provechosas conversaciones. Personas así me han enseñado más que otras oficial y aparatosamente brillantes. Con personas así no he tenido jamás la sensación de perder el tiempo. He buscado su compañía en la medida de mis posibilidades, o en la medida en que ellas me han aceptado en su cercanía. Si son tal bendición, si tanto aligeran la pesadumbre, ¿por qué no están casi nunca donde podamos verlas, públicamente, en las televisiones? Seguramente porque las desdeñan y no quieren salir en ellas. Pero entonces, ¿por qué no hay más en la vida?
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