Si hay algo que esta vida tenga para nosotros, y que, salvo la propia vida, tengamos que agradecer a los dioses, es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que nadie usa en la superficie del mundo. Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociera, y así, no existiendo la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, moriríamos en nuestra alma de anemia. Nadie conoce a otro, y es una suerte que así sea, pues, de conocerlo, conocería en él, además de madre, mujer o hijo, a su íntimo metafísico enemigo.

Nos entendemos porque nos ignoramos. Qué sería de tantos cónyuges felices si pudieran ver el uno en el alma del otro, si pudieran comprenderse, como dicen los románticos, que desconocen el peligro de lo que dicen. Todos los casados del mundo son malcasados, porque cada uno guarda consigo, en los secretos donde el alma es del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquel, la figura voluble de la mujer sublime, que aquella no llegó a realizar. Los más felices ignoran en sí mismos estas sus disposiciones frustradas; los menos felices no las ignoran, pero las desconocen, y sólo algún que otro esfuerzo frustrado, alguna que otra aspereza en el trato, evocan, en la superficie casual de los gestos y de las palabras, al Demonio oculto, a la Eva antigua, al Caballero y a la Sílfide.

F.P





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